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El guardián del bosque: la historia de Sebastián Bustamante 

El guardián del bosque: la historia de Sebastián Bustamante 

Por Jelen Tatiana Cardona Idárraga

El reloj marca las seis y cincuenta de la tarde, el aire se siente denso, pesado. El bosque respira con una lentitud centenaria. Los árboles parecen murmurar entre sí. La luz ha caído. Quedan solo rastros grises entre las copas. Entonces, sucede. Un crujido, un salto, un roce rápido de hojas y una sombra que para el ojo inexperto es inexplicable.

Primero uno, luego dos… y después, como si el bosque los arrojara, aparecen frente a nosotros: monos nocturnos. Pequeños, de movimientos elegantes, con ojos enormes, redondos, brillantes, como si pudieran absorber la noche con una sola mirada. Se mueven rápido, pero con suavidad. No huyen. Tampoco se exhiben. Simplemente están. Por unos segundos, el mundo parece detenerse ante la presencia de estas criaturas que casi nadie ve.

Excepto él.

A unos pasos, en silencio, Sebastián observa. De pie, inmóvil, con la linterna. “Verlos es confirmar que todo vale la pena”, susurra. Mientras el día termina para muchos… apenas comienza para él. No es visitante. Este bosque es su oficina, su refugio, su aula y, en ocasiones, su casa. Prefiere las botas embarradas, una chaqueta gruesa para pelear contra el frío y la lluvia y el silencio del bosque en el amanecer. Lo suyo son las criaturas que saltan entre el enramado.

Entre quienes lo conocen bien, corre un rumor casi legendario: que aprendió a leer los sonidos del bosque, que usa el olfato como si fuera un superpoder y que, al caer la noche, sigue con paciencia los pasos de las pequeñas sombras que saltan entre las ramas. Dicen que lleva años recorriendo el sendero ecológico de la Universidad de Manizales, cuidando, observando y registrando a las discretas familias que habitan allí. Él es el guardián de los monos nocturnos.  

 “La sed de Sebastián siempre va más allá de la mera observación”, dice Nicolás Botero Henao, su amigo. Destaca que como guardián no se limita al comportamiento de los primates en entornos urbanos, sino que abraza la conexión entre ciencia, arte y comunidad. “Sebastián quiere que todos participen; incluso sus papás, que a veces van a campo con él”, añade.

40 minutos antes

Dentro de una caja azul, guarda su tesoro: una cámara térmica que le permite ver lo invisible. Con ella identifica el calor de los monos nocturnos entre las sombras del bosque. En plena oscuridad, esa luz infrarroja se vuelve su aliada silenciosa, su ventana a un mundo que despierta cuando todos duermen.
Con linterna, binoculares y botas embarradas, Sebastián recorre el sendero ecológico de la Universidad de Manizales siguiendo a los monos Aotus lemurinus.
Foto por Alejandro Jiménez
Sebastián ha publicado 17 artículos científicos y más de 60 citas académicas sobre primates y conservación en Colombia y Brasil. Foto por Alejandro Jiménez.
: El sendero ecológico de la Universidad de Manizales es su segunda casa. Entre guayabos, moquillos y yarumos negros, Sebastián ha seguido por años los pasos silenciosos de los monos nocturnos. Allí, donde se cruzan los sonidos del bosque y la ciudad, la ciencia y la paciencia caminan juntas
El sendero ecológico de la Universidad de Manizales es su segunda casa. Entre guayabos, moquillos y yarumos negros, Sebastián ha seguido por años los pasos silenciosos de los monos nocturnos. Allí, donde se cruzan los sonidos del bosque y la ciudad, la ciencia y la paciencia caminan juntas.

Sebastián Bustamante Manrique es manizaleño y tiene 30 años. Ha dedicado su vida a entender el comportamiento de los primates y a generar conciencia sobre su conservación. Su búsqueda lo ha llevado desde los bosques urbanos de su ciudad natal hasta la selva atlántica brasileña, pero su vínculo con el territorio que lo vio crecer sigue intacto. Hoy, desde la Universidad de Manizales, intenta sembrar en otros la misma curiosidad y respeto por la vida silvestre que a él lo ha movilizado desde joven. 

Justo en el quiosco que está al lado de las canchas, diagonal al sendero ecológico, Sebastián llama la atención de quienes pasan. No tanto por lo extraño, sino por lo diferente: pantalones cortos negros, chaqueta abullonada, mochila roja cargada, bolso caqui y una melena larga y crespa que cae hasta la mitad de la espalda. Sus lentes redondos y mirada atenta le dan un aire de observador más que de transeúnte casual. A simple vista, parece perdido.

Pero no lo está. 

Podría estar en un laboratorio, con bata blanca y aire acondicionado. Pero prefiere las botas embarradas, las noches sin sueño, las linternas y el olor a selva mojada. Porque lo que él estudia no son números ni teorías. Lo que él sigue —y protege— tiene ojos grandes y salta entre ramas. 

Son las seis y diez de la noche, llegó el momento de prepararse para iniciar su recorrido. En su bolso grande, de esos que parecen guardar más de lo que se ve, hay una caja azul. Allí cuida como un tesoro una cámara térmica que usa en la noche para identificar con mayor facilidad a los primates. También, escondida entre el interior de la caja, hay una media blanca con el dibujo de dos ojitos. No está ahí por accidente. Hace parte de un juego con su familia: sus padres, su hermana y hasta su novia. Consiste en robar la media sin que los otros se den cuenta, esconderla en la maleta del otro y esperar que, con el tiempo, note que le falta. “La conexión familiar es un pilar fundamental en su vida”, señala Rogelio Bustamante, su padre.  

En el bolso color caqui que lleva al frente —colgado al pecho— van los binoculares, sus ojos cuando los suyos no alcanzan. Dice que sin ellos es muy difícil ver a los monos, diferenciarlos entre las sombras y las ramas. También lleva su linterna, otro de sus infaltables.  

Hay cosas que siempre van con él. Una cámara que tiene ya unos siete años. Un libro, “siempre hay momentos muertos en los que el silencio se puede leer”, dice Sebastián, mientras se prepara. También lleva un GPS, unas gafas para campo, una batería portátil, pastillas para la acidez, condición que lo aqueja hace ya un tiempo y su billetera. Si el recorrido va a durar toda la noche, empaca comida ligera. Se prepara cuatro sándwiches bien cargados de queso, solo queso ya que es vegetariano: “Desde que era pequeño mostró un profundo respeto por los animales y la naturaleza. No le gustaba comer carne y desde hace 15 años no lo hace”, cuenta su madre Nancy Stella Manrique.  

Antes de entrar al sendero se pone un durag negro sobre su cabello. Explica que siempre había querido tenerlo así, largo y frondoso, pero en el colegio y con una familia algo conservadora, no era posible. Apenas se graduó, lo hizo.  

Al momento de ingresar al sendero ecológico, empieza a equipar también a los que lo acompañan. Les presta linternas, les da binoculares. Sabe que, si van a ver, tienen que hacerlo bien. Él ya conoce la hora en que los monos se despiertan: más o menos a las 6:30 p.m. Es cuestión de esperar en silencio, con tranquilidad y paciencia. Se ubica en el punto donde usualmente inician su recorrido, una manga rodeada de palos de guayaba, moquillos, yarumos negros y camargos. Allí la esencia del bosque se pierde con el sonido de carros, música a la distancia y algunos gritos que vienen desde la cancha de la universidad.  

Lo hace con la precisión de un sabueso del bosque: reconoce olores como el de la chucha mojada. Dice que mientras camina siente golpes de viento con aroma a caca que le permiten identificar si la especie está en el lugar; escucha, identifica cantos, mira los colores y lee la humedad. “Cuando llueve suelen demorarse en salir, les da pereza. Ya en verano son un poco más activos y puntuales con su horario biológico”. Son las 6:16 p.m. y Sebastián aún espera.  

Los monos nocturnos son excelentes dispersores de semillas. Son guardianes de los bosques.

De Manizales a Argentina

Los Aotus lemurinus, conocidos como monos nocturnos o mertejas, son los únicos primates activos durante la noche en el Eje Cafetero
Los Aotus lemurinus, conocidos como monos nocturnos o mertejas, son los únicos primates activos durante la noche en el Eje Cafetero. Foto por Alejandro Jiménez.

Una oportunidad inesperada en Argentina selló el destino de Sebastián. Vio una convocatoria para hacer una pasantía, aplicó y se la aprobaron. “Me pagaban todo, aunque me tocó endeudarme para los pasajes”. Fue allí, durante ocho intensos meses, en los que confirmó que su pasión no tenía retorno: “Sí, estaba loco… ¡pero loco de amor por la primatología!”, dice entre risas.  

La experiencia con el renombrado investigador argentino Martín Kowalewski fue transformadora. “Tuve la fortuna de trabajar, literalmente, con el padre de la primatología para mí. Kowalewski es un investigador muy reconocido que dirige una estación biológica en Corrientes, una provincia en el noreste de Argentina. Allí recibe estudiantes de doctorado y voluntarios para trabajar con monos aulladores… En ese momento, yo también trabajaba con aulladores, aunque ahora mi especialidad son los monos nocturnos”, cuenta. 

Sebastián describe ese lugar como un santuario de conocimiento en medio del campo: una estación biológica aislada, con una biblioteca repleta de libros sobre primates. “Dormíamos allá, vivíamos allá, aprendíamos allá.” En ese entorno encontró, no solo formación académica, sino un hogar espiritual.  

La pasantía, exigente y reveladora, dejó huella. Su rutina era tan singular como el ecosistema que lo rodeaba. “Me la pasaba recogiendo orina y heces de monos. Usábamos un aparato especial para recolectar la orina mientras ellos estaban en los árboles. Ya estaban habituados a los humanos, así que sabíamos dónde dormían. Nos tocaba llegar antes de que despertaran… ¡y esperar a que orinaran!”. 

Esto era importante porque, al recolectar estas muestras, podían analizar hormonas y otros indicadores biológicos que ayudan a entender la salud, el estrés y la reproducción de los monos sin necesidad de capturarlos o molestarlos directamente. Así, podían estudiar su bienestar y comportamiento. 

Allí, la paciencia era una virtud, y la ciencia, una obsesión. Los primates se convirtieron en individuos cercanos. “Recuerdo que todos los monos tenían nombre. Yo incluso les ponía nombres cariñosos”, confiesa, con una sonrisa que revive esos días.  

 La observación no se limitaba a los monos: Sebastián aprendió a identificar las plantas que consumían —si era hoja madura, brote, fruta verde o flor— y lo registraba todo. Durante seis meses repitió esa rutina sin descanso. Aunque las jornadas empezaban muy temprano, él las vivía con entusiasmo, incluso se levantaba cantando, para sorpresa (y a veces molestia) de una voluntaria argentina que no entendía cómo podía estar tan feliz a las tres de la mañana.  

La selva lo transformó. 

La experiencia no estuvo exenta de desafíos físicos.  Fue mágica, pero también dura.  Lo picaron avispas gigantes —tiene cicatrices que lo demuestran—. Una vez se volteó la piragua en medio del río y casi pierden una libreta con meses de datos.

En ese crisol de la selva, sus sentidos se agudizaron de maneras inesperadas. Su nariz, grande desde siempre, pero poco útil hasta entonces, se convirtió en una aliada en el trabajo de campo. Aunque de niño en el colegio lo molestaban por ella, al parecer se la fracturó jugando fútbol y no se dio cuenta, le sirvió para oler mejor los aromas de la vida de los monos.

A él lo guía el olfato —no el instinto ni los mapas—. “Yo entro a un monte y sé si hay monos nocturnos. Sé cómo huele la orina del aullador, sé si están cerca. Eso no se aprende en libros, eso se vive”.   

El vuelo a Brasil y el nacimiento de una red

Un momento decisivo fue su primer congreso en Brasil: su primer vuelo en avión, su primer encuentro con referentes de la primatología. A partir de allí, Sebastián consolidó una mezcla única de ciencia y pasión.  

“El semillero que creamos reunía personas de distintas carreras —antropología, veterinaria, periodismo—, todos unidos por su amor a los micos. Compartimos aprendizajes, crecimos juntos leyendo el comportamiento de otros seres”.  

En su camino ha encontrado figuras clave. Una de ellas, sin duda, es Martín Kowalewski, a quien al principio admiraba desde lejos y con el tiempo se convirtió en su mentor. Él escribió un libro cuando Sebastián soñaba con ser primatólogo.  

En 2022, durante un curso en Ecuador, un abrazo cerró la distancia entre maestro y discípulo. Martín Kowalewski, a quien Sebastián conoció en Argentina, lo recibió con cariño. “Sebastián llegó con su guitarra y una energía arrolladora, siempre con ganas de aprender, conectar y liderar”, dice Martín. Hoy, Kowalewski lo considera un investigador comprometido con la acción, capaz de movilizar a otros desde la emoción y el conocimiento. “Es una buena persona, siempre despeinado, con su guitarra… lo mueve el deseo de un mundo mejor. Y eso es lo más importante: ser buena persona y buen amigo. Y Sebastián lo es”, dice Kowalewski.

Su carisma también dejó huella en amigos y colegas. Nicolás, uno de sus compañeros más cercanos, recuerda una experiencia que los marcó: presenciar el parto de un mono nocturno. “Queríamos saltar de felicidad, pero también seguir observando con rigor”, dice.  

Admira su rapidez y energía, cualidades que considera vitales en el trabajo de conservación. Además, destaca su versatilidad: “Canta en campo, estudia música, juega fútbol y lo comparte todo con la misma pasión”. 

Las semillas de un guardián

Cantó por primera vez en el Coro de la Universidad de Caldas, interpretando el Carmina Burana en el Teatro Fundadores. Hoy, entre doctorado y trabajo de campo, aún encuentra tiempo para estudiar música y seguir cantando con el alma
Cantó por primera vez en el Coro de la Universidad de Caldas, interpretando el Carmina Burana en el Teatro Fundadores. Hoy, entre doctorado y trabajo de campo, aún encuentra tiempo para estudiar música y seguir cantando con el alma.

Hijo de una familia de estrato medio-bajo, Sebastián enfrentó múltiples dificultades para acceder a la educación superior. Entre las estrategias que empleó para lograrlo, tuvo que alterar documentos para obtener una matrícula con descuento en la Universidad de Caldas. Cuando la universidad descubrió la irregularidad, lo convocaron para aclarar la situación y evaluar las posibles sanciones. Sin embargo, su destacado rendimiento académico —con parciales perfectos que evidenciaban su compromiso y excelencia— fue un factor clave para que le permitieran continuar sus estudios. “Yo solo quería estudiar”, repetía Sebastián, mientras su madre lo acompañaba, lloraba, en las oficinas de la universidad. Al final, lo logró. Le permitieron seguir adelante con su formación.  

Manizaleño, nacido el 13 de noviembre de 1994 en la Clínica Villapilar. Hoy es biólogo de la Universidad de Caldas, con maestría en Ecología y Evolución de la Biodiversidad de la Pontificia Universidad Católica de Rio Grande do Sul (Brasil), donde estudió el comportamiento de los monos aulladores. Actualmente cursa un doctorado en Ecología y Conservación de la Biodiversidad en la Universidade Estadual de Santa Cruz, en Ilhéus, Brasil.  

Desde pequeño sintió una conexión profunda con la naturaleza. Su infancia transcurrió entre La Isabela y Bengala, explorando cerros y quebradas junto a su familia. “Caminaba por trochas con su mamá, su hermana y amigos”, recuerda su papá. Era un niño curioso, disciplinado y lector voraz. “Le decían ‘come libros’, porque desde transición ya leía de corrido gracias al apoyo de su hermana Vanessa, también bióloga y hoy doctoranda en Argentina”, recuerda su mamá.  

Aunque fue un niño disciplinado, Sebastián nunca se aisló. “Era recochero, pero muy aplicado”, recuerda entre risas. Le gustaba andar con sus amigos, jugar fútbol en las tardes y compartir con los del barrio. “Andaba con los nerds, pero no me gustaba estar solo”, dice. Siempre logró equilibrar el juego con el estudio, algo que lo marcó desde la adolescencia.  

La música apareció en su vida ya de adulto, cuando unos 20 años. Su primera gran presentación fue con el Coro de la Universidad de Caldas, con el que llegó a cantar el Carmina Burana dos veces en el Teatro Fundadores, en 2013. Al principio, le daba inseguridad cantar en público. “Una vez nos dijeron que lleváramos pantalones de colores, y todos llegaron de negro… menos yo, que fui con uno beige. Me dio una pena terrible”, recuerda con humor.  Hoy estudia música de manera formal. “Empecé en 2022. Voy suave porque el doctorado me consume mucho tiempo. Me hace reír que mis compañeros sean pelados de 17 o 19 años, y yo bien viejo. Pero eso me motiva a seguir juicioso”.  

En su camino, Sebastián ha sembrado más que conocimiento: ha creado comunidad. Fundó el Semillero de Investigación en Primatología y Conservación de sus Ecosistemas (SIPCE), un espacio donde decenas de jóvenes investigadores han encontrado inspiración, guía y propósito. Allí, entre charlas de campo, análisis de datos y noches de escritura, ha cultivado una nueva generación de mentes comprometidas con la ciencia y la conservación.

Su compromiso con los primates y los ecosistemas del Eje Cafetero se ha plasmado en una sólida producción científica: 17 publicaciones y más de 60 citas académicas. Entre ellas destacan estudios como “Estado de la investigación primatológica en el Eje Cafetero y Antioquia (Colombia)” y “Eventos de electrocución de Aotus lemurinus en los Andes Centrales de Colombia”, que exploran los desafíos de conservación de los primates andinos en paisajes cada vez más fragmentados.

Pero su mayor orgullo es un libro: Primates silvestres del departamento de Caldas, Colombia: guía de campo, publicado en 2023 por la Editorial de la Universidad de Caldas. Fruto de años de observación colectiva y del trabajo colaborativo con su semillero, la obra —a la que cariñosamente llaman “el hijo grande”— se convirtió en una herramienta valiosa más allá del ámbito académico.

Cuando a comienzos de 2024 un brote de fiebre amarilla afectó el municipio de Neira, los equipos de salud usaron la guía para identificar y monitorear los grupos de monos en la zona. “Algunos pensaban que los monos transmitían la enfermedad, pero no. El libro sirvió para protegerlos. Eso, para mí, es el mayor fruto que puede dar un documento científico”, dice Sebastián, con esa mezcla de orgullo y humildad que lo caracteriza.

A lo largo de su trayectoria, ha tejido una red internacional de colegas y amigos en Argentina, Brasil y otros países de América Latina, quienes lo reconocen no solo como investigador, sino como líder y formador. En 2024, durante un congreso latinoamericano, varios de ellos destacaron su proyecto con monos nocturnos y su capacidad para movilizar a estudiantes en torno a la conservación. “Lo que más me importa —dice— es que se sepa que aquí se está haciendo un trabajo. Que muchos estudiantes están comprometidos con la conservación de los primates. Y que la ciencia también se hace desde la emoción, la comunidad y el cariño por lo que se protege”.

Hoy, esa misma curiosidad que lo impulsó desde joven se transformó en vocación. Sebastián es investigador especializado en ecología del paisaje y conservación, con un especial interés en los primates. Su trabajo lo ha llevado a internarse en los paisajes cafeteros de Colombia, donde estudia cómo las ciudades, los cultivos y los fragmentos de bosque se entrelazan y afectan la vida del mono nocturno andino.

Entre mapas, datos y largas jornadas de campo, busca comprender cómo la configuración de los paisajes urbanos puede ser clave para la supervivencia de esta especie. Su objetivo va más allá del análisis: quiere aportar conocimiento para conservar los hábitats urbanos y construir un equilibrio real entre el crecimiento de las ciudades y la vida silvestre. Con paciencia y precisión científica, combina la estadística con el amor por la tierra, demostrando que la investigación también puede ser un acto de cuidado y esperanza.

Y en este recorrido, ha estado acompañado por Tatiana, su pareja, quien ha visto cómo Sebastián equilibra su amor por la ciencia con su vida personal. Ella lo describe como alguien alegre, protector, familiar, con una sonrisa siempre lista para recibir. “Tiene una disciplina y dedicación que admiro profundamente”, dice.

Tatiana aprendió a entender los ritmos de un investigador apasionado. “Cuando está en trabajo de campo o concentrado en casa, es difícil coincidir. Él trasnocha, yo madrugo. A veces pareciera que vivimos en horarios distintos, pero sacamos un día a la semana para nosotros, y la comunicación fue clave para entendernos”, cuenta. Le da apoyo silencioso pero vital: cocina para él y sus estudiantes, organiza salidas con sus padres, evita distraerlo cuando trabaja. Y cuando necesitan desconectarse, lo hacen a su manera: con música, guitarra, canciones, juegos de Xbox, salidas a comer o simplemente una conversación larga con café de por medio.

Hacia lo que viene

Sebastián no sueña con salvar el mundo entero, pero sí con dejar una huella firme en su pedacito de selva. Su mirada está puesta en el Eje Cafetero, donde espera que los monos nocturnos —esos seres esquivos y mágicos— se conviertan en una especie emblemática, bandera de la conservación regional. No es un deseo ingenuo: es una estrategia que busca conectar gobiernos locales, comunidades y ciencia en torno a una causa común.  

“Salvar la especie es durísimo”, dice con honestidad, pero no se detiene. Cree en el poder del trabajo colectivo, del conocimiento compartido y en formar nuevas generaciones que sigan y superen su camino. Desde su lugar en la academia, quiere seguir sembrando semillas de conciencia, respeto y amor por la vida silvestre, porque más allá de los títulos y logros, lo que realmente lo mueve es la convicción profunda de que su granito de arena puede hacer la diferencia. Y en ese esfuerzo —silencioso, constante y apasionado— está la promesa de un futuro para los monos, para la selva y para quienes vienen detrás. 

Flashforward: Sendero ecológico UM

Después de mucha paciencia y sin perder la esperanza, alrededor de las 6:50 p.m. ocurre.  Unos pequeños brincos entre las ramas, una figura que se desliza en lo alto. Y entonces, pasan frente a nosotros. Esta vez no se esconden tanto. Hace unos ocho días habíamos venido a hacer seguimiento, pero no se dejaron ver. Ahora, en cambio, se muestran por unos segundos. Son criaturas de ojos grandes, redondos y brillantes, como hechos para ver la noche entera. Se mueven con suavidad, casi flotando entre las sombras.  

Son monos nocturnos. Y es así, con ellos, como termina el día para muchos… pero apenas comienza para Sebastián. “Verlos es confirmar que todo vale la pena”, dice en voz baja, mientras su linterna se apaga.

Vale la pena aclarar que los primates que habitan en el bosque de la Universidad de Manizales no son aulladores, sino monos nocturnos —conocidos también como Aotus lemurinus o mertejas. Estos son más pequeños y activos durante la noche, lo que los hace mucho más difíciles de estudiar. Sebastián decidió dedicarse a ellos porque desde muy niño los observó en el bosque trasero de su barrio, Bengala, en el bosque de Monteleón, en Manizales.