Enlagunado
- Magdalena Caldense
- Fecha: 8 julio, 2024
- 13 minutos de lectura
En esta compilación los relatos son, cada uno a su modo, exploraciones de territorios comunes, reales y a la vez imaginarios. Surgen como resultado del ejercicio de mirar, de hacer lecturas posibles y desplegar otros mundos dentro del mundo diverso y particular que compone el Magdalena Caldense.
A través de la narrativa se toman elementos significativos del patrimonio biocultural, cargados de historia y contenido simbólico, y se moldean para dar forma a nuevas interpretaciones y ángulos de visión que dialogan con los de las comunidades locales. Se seleccionó un bien cultural por municipio, abarcando los cuatro que hacen parte de la zona de influencia del proyecto; este sería el detonante y la fuente de inspiración para la creación literaria. De todas maneras, vale la pena hacer hincapié en que, de acuerdo con las dinámicas propias del territorio, varios de estos bienes tienen vínculos que superan las divisiones políticas y se encuentran íntimamente ligados a la vida cultural de toda la subregión.
Por: Juanita Hincapié Mejía
La vegetación flotaba por todas partes, se desplegaba hacia él. A veces entraba en la camioneta que saltaba con los huecos y ondulaciones del camino mientras avanzaba hacia la laguna de San Diego. Una amiga le había recomendado el lugar. La noche es de no creer, le dijo. Y con eso avivó su curiosidad y le regaló un destino. Antes de salir había empacado la carpa, bocadillos, bananos, ramen y otras cosas, como un termo de café.
Al acercarse a la zona de camping en la que se quedaría hasta el día siguiente, Simón vio la luz derramarse sobre las plantas. Había hojas alargadas y en forma de corazón. Elevaban su rostro al cielo, persiguiendo el sol. Colgaban desde lo alto, desenroscándose como serpientes. Caían unas sobre otras y él se entretuvo imaginando lo que estarían diciendo. La charla que en ese mismo instante tendrían bajo la tierra, mensajes entre raíces largas y profundas. Todo, arriba y abajo, se asomaba como un enorme brote de vida sin domesticar, enredado entre las sombras, en plena algarabía, alrededor de ese gran cuerpo de agua que es la laguna, también llamada maar.
De noche, Simón acomodó un plástico negro sobre el suelo y se echó encima. Tomó un sorbo de café. Así como estaba, descalzo y con el pelo alborotado, concentró la mirada. Se dispuso a mirar, que también es una forma de conversar. Quería hablar con todo lo que veía, con todo lo que en la oscuridad, de repente, se dejaba ver. Varias veces en su vida le habían dicho que no fuera infantil o afeminado, que los animales y las plantas y los paisajes no hablan. Y que, si lo hacen, es solo con mujeres, con yerbateras y brujas, con hijas y madres, cuerpos que engendran, como la tierra. A ellas las llama el viento, les hablan la luna y los árboles, a él no. Los hombres no se pueden permitir esa clase de sensibilidad. Acaso una relación, por así decirlo, más animal, de guerrero. El tipo de actitudes que nada tienen que ver con cosas como abrazar árboles o recoger flores en los campos.
Pero Simón, además de guerrero, también quería abrazar árboles y recoger flores en los campos. Y sabía que, si prestaba suficiente atención, podría escuchar lo que le decían la luna y los árboles, lo que en esa noche decía la laguna. Reconocerlo era su forma de sacarle la lengua a esas voces que absorbió por inercia desde chiquito.
Se dispuso a mirar, que también es una forma de conversar. Quería hablar con todo lo que veía, con todo lo que en la oscuridad, de repente, se dejaba ver. Varias veces en su vida le habían dicho que no fuera infantil o afeminado, que los animales y las plantas y los paisajes no hablan. Y que, si lo hacen, es solo con mujeres, con yerbateras y brujas, con hijas y madres, cuerpos que engendran, como la tierra.
El clima estaba fresco. La falta de luz apaciguaba el calor y permitía nuevas luces, titilantes, fugaces. Al concierto de luces se sumaban las voces. Se escuchaban fuerte, durísimo. Seres que se activaban en la noche para cantar. Simón se levantó del plástico para acercarse a la orilla y soltando un puñado de hojas de coca le dijo a la laguna: háblame, quiero conocer tu historia.
En la ribera, y desde los troncos, debía haber cientos de ranitas de cristal, esas que al despertar se vuelven todavía más transparentes y parecen de vidrio; también ranas túngaras cantando el sonido de su nombre, «Tún-gara», y sapos de hoja.
En la ribera de la ofrenda, dos tortugas aparecieron ante Simón y le susurraron desde el agua una respuesta. Cuando sus pequeños cuerpos se perdieron en lo profundo, surgió el calor. Gotas de sudor le chorreaban a Simón por la espalda y el cuello. La reacción fue quitarse la camiseta y abanicarse con los ojos cerrados, esperando con paciencia a regular su temperatura. Al tocarse las mejillas notó que estaban encendidas, como si tuviera fiebre, pero ignoró la sensación pues los sonidos de la noche le habían regalado otro nombre.
Puso el oído y desde lejos llegó: Boana Platanera. Así le dicen los científicos. Reconoció el canto y se detuvo en la palabra, Boana, ¿de Boans? Esa ya la había buscado en Google. Venía de Boanerges. No recordaba bien si derivaba del griego o del arameo. Lo que sí sabía era que, según la Biblia, quiere decir «hijos del trueno». Jesús les dio este nombre a sus discípulos Santiago y Juan, hijos de Zebedeo. Ellos alzaban la voz en oración y quizá a las ranas les pusieron así porque croan alzando su voz al cielo, rajando el aire en dos, como el trueno. En dos, todo con ellas debe ser en dos, como su ser anfibio, de vida en agua y tierra. Puro movimiento dual. Cómo disfrutaba Simón hurgando en el origen de las palabras, al tiempo que aguzaba el oído para prestarle más atención a esos mensajes que le llegaban al unísono en un lenguaje que no entendía y que le encantaría poder descifrar.
La ola de calor lo sacó de sus ideas e hizo que soltara un jadeo, que se echara el pelo hacia atrás para despejar la cara. En esas vio los primeros brillos. Fulgores ascendían a la superficie de la laguna desde muy adentro. Rayos de luz iban y venían al ritmo del canto de sapos y ranas. Se le ocurrió que tal vez estaba demasiado cansado de la vista. ¿Era el inicio de una migraña? Se masajeó las sienes, respiró profundo y volvió a los anfibios. Generalmente son los machos quienes cantan y esa noche sostenían una intensa comunicación. Muchas cosas se estarían diciendo. Imaginó a una ranita macho dirigiéndose a una ranita hembra:
Oye tú, ven aquí.
Un sapo a otro sapo: Por allá no te vayas a meter que es peligroso.
Devuélvete que este territorio es mío.
¿Sí viste a ese humano en la orilla?
Tal vez hablaban de él, se contaban su presencia. A Simón le gustó la idea, que así estuviera en silencio, observando, también participaba en la conversación. Ya no miraba el agua sino la oscuridad a su alrededor, que es a la vez ausencia de luz y un enorme lugar donde los seres se acompañan y se advierten cosas, se cortejan y se cazan.
Eufórico, sintió todos los cantos entrar en él. De a poco se fue colmando de voces y empezó a vibrar de pies a cabeza. Ocurría despacio, en ondas que ganaban potencia y llegaban a cada rincón de su cuerpo. De arriba abajo. De un lado al otro. Como le ardía el paso del aire por sus fosas nasales, abrió de nuevo los ojos. Esta vez los rayos de luz flotaban en algo que no era espejo de agua. Una superficie sólida se agrietaba dejando ver el fuego.
Simón se secó las gotas de sudor. Habrá que ver cómo se frotaba los ojos, casi hundiéndolos en las cuencas, convencido de que así suspendería la visión imposible. Con el cuerpo entero en vibración apenas distinguir el temblor, la ebullición bajo el suelo. Simón jadeaba, todo él en tensión, en estado de máxima alerta. Retrocedió con el pecho desnudo y no pudo hacer más antes de que se desatara la erupción. Ante sus ojos un baile entre el magma y la roca, el gran evento volcánico. Extraño era que no se quemara en esos ardores de los que seguramente no vuelve nadie, que su piel no reaccionara a los pedazos de cristales brillantes disparados al aire.
Con los pensamientos dormidos, los músculos, antes paralizados, salieron de la inmovilidad. Se impuso el deseo de salir disparado hacia lugares que el agua y el fuego no pudieran tocar. El hueco negruzco y carbonizado que había quedado de la explosión se estaba colmando de agua. Antes, una olla a presión que no pudo más que explotar abriendo el cráter. Ahora, toda la escorrentía de este Chocó andino vertiéndose allí, haciendo nido, sobrepasando el borde, y amenazando con ahogarlo.
Simón corrió hasta encontrar el sendero que sube y sube, hasta el cerro de San Diego. Tropezó con piedras y ramas secas. La pendiente era tan inclinada que casi se deja vencer. En el ascenso resoplaba. Se detenía unos segundos para recuperar el aliento, para calmar el corazón que le decía, ya no puedo más. En un punto ese “ya no puedo más” lo sentía también en las piernas, pero las estaba moviendo. Había algo mecánico, o mejor dicho primario, instintivo, que le daba energía para seguir. A lo lejos se distinguían las luces, cada vez eran menos. El crepitar de una hoguera daba paso al rumor de corrientes inmensas. Caminó y caminó hasta que por fin llegó a la cima. Una vez allí, se desplomó, exhausto, y cayó en un sueño profundo.
Lenta fue la salida de esa noche. Movió primero las piernas que había mantenido en posición fetal durante horas. Bostezó sin afán desperezándose de a poco. Dio la vuelta para recostarse del lado contrario del cuerpo y se quedó así un rato. Los sonidos volvían. Aquí y allá, aleteaban cerca de su oído. Cuando de un brinco llegó a la conciencia, cuando se le vino encima la visión de la noche anterior, abrió los ojos y se levantó como un resorte del suelo. La laguna que vio nacer brillaba serena con las primeras horas del día. Todo en su sitio, como la tarde en que llegó. En el horizonte, los nevados del Ruiz y el Santa Isabel. La luna todavía en lo alto.
*Este es un producto de ficción basado en talleres cocreativos del proyecto Magdalena Caldense: patrimonio biocultural con distintos actores de la comunidad. Aquí el autor recoge los sentimientos, aprendizajes y experiencias en un cuento.