Raquel Patiño, la matrona de La Habana

Foto por: Alejandro Jiménez Salgado

Por: Carlos Andrés Urrego

A unos 30 kilómetros de La Dorada y 90 minutos de trayecto está la vereda La Habana. El río La Miel acompaña gran parte del viaje que difícilmente baja de los 35 grados centígrados de temperatura. Un par de perros saludan a los visitantes y un niño de no más de 10 años viene a recoger a los turistas para saludar a Raquel Patiño Ávila, de 56 años, una de las lideresas del turismo ambiental.  

Al pasar por el cuerpo de agua en lancha se cambia de La Dorada a Norcasia. Y, sentada en uno de los troncos de la playa llena de piedras, una mujer morena, de sonrisa amable y madre de cinco hijos, recuerda cómo era su niñez al lado del río. “No teníamos juguetes ni nada de eso, nos divertíamos con los pescados y los animales. Me acuerdo que mi mamá siempre nos regañaba, pero nos colgábamos de los bejucos y nos amarrábamos para tirarnos al río”. Cogían los pescados, los metían en un pozo, jugaban con ellos y cuando el agua se calentaba los regresaban al río. 

Los terrenos de la zona eran de un gran terrateniente que, con el tiempo, les dio algunas hectáreas a cuatro familias que llegaron a vivir de la pesca: los Bermúdez, los Flores, los Quiceno y la de ella, los Patiño. Sus padres venían del Tolima y su papá, que vivía de la madera y sabía pescar, vio en este punto una oportunidad laboral. “Nos trajo a vivir del pescado como dice el cuento. Vivíamos de la naturaleza, de lo que nos daba el río”, dice Raquel.

¿Y la educación? “Tenía 16 años y yo no sabía leer ni escribir. Nadie de mi familia. Acá no había colegios ni escuelas. Éramos cuatro familias y ya, no había nada más”, recuerda, mientras la brisa hace que tenga que quitarse el cabello del rostro. En los 70 hubo una oleada inesperada de turistas y ellos les empezaron a decir que era necesario formar a los hijos de la vereda. Armaron un pequeño rancho que hacía de escuela y le empezaron a pagar a una profesora que viajaba desde Bogotá a enseñar a los más jóvenes. Hoy, con orgullo, Raquel cuenta que abanderó la construcción de un colegio. Son seis salones y 80 niños que todos los días van a educarse. Pero ella solo pudo estar un año en ese pequeño rancho porque su padre le decía que con saber escribir y leer era suficiente. Ella solo podría terminar su bachiller años después, casada y con hijos.

“No teníamos juguetes ni nada de eso, nos divertíamos con los pescados y los animales. Me acuerdo que mi mamá siempre nos regañaba, pero nos colgábamos de los bejucos y nos amarrábamos para tirarnos al río”.

Así, llegaron Luis Gerardo Bermúdez y su familia. Llegó el amor a la vereda y Raquel se enamoró. Su padre era muy celoso y no dejaba que se vieran, pero ya había pasado los 20 años y con una salida en lancha aquí, una ida a pescar allá, fueron pensando en tomar decisiones más serias. Él se fue a prestar servicio militar y cuando regresó le pidió matrimonio, ella dijo que sí. Se pusieron una cita y a la una de la mañana se volaron de la vereda.

“Me buscaron como dos años. Me fui para Antioquia porque me dijeron que si me encontraban, me mataban porque no estaban de acuerdo que me hubiera ido con él. Me quedé como un año y medio y cuando regresé ya estaba embarazada de mi primer hijo”, comenta risueña Raquel. Sus cinco hijos, tres hombres y dos mujeres, estudiaron y ahora trabajan, se siente orgullosa cuando habla de ellos.

Antes de entrar en el turismo trabajó 19 años como madre comunitaria. Con eso sacó adelante a sus hijos y empezó a liderar procesos sociales en la vereda. Luego de una propuesta de Bienestar Familiar, Luis le ayudó a armar un salón pequeño para recibir a los niños de lunes a viernes de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. “Yo me quedaba con los niños de la vereda, llegué a tener 15 niños aparte de los míos y luché y luché 19 años. Me levantaba a las cinco de la mañana porque me tocaba recoger algunos de ellos. Y empezaba la locura, que jugar, que a tun tun, mis hijas algunas veces me ayudaban. Era difícil porque muchas veces no traían ni pañales, tocaba hacerles la comida y no llegaba el mercado de Bienestar y así, pero lo logramos”.

La Habana: voces y vidas junto al río

Adéntrate en perfiles que configuran una mirada profunda de la vereda La Habana. Historias que navegan formas de sentir, ver y habitar un territorio, marcadas por una relación íntima con el río.

Llegó el turismo

Foto por: Alejandro Jiménez Salgado

En diciembre de 2002 todo cambió en la vereda La Habana. Isagen puso en funcionamiento la hidroeléctrica Miel 1, una mole de más de 188 metros de altura, que costó un poco más de 600 millones de dólares de la época y que cambió para siempre la vida de la comunidad y de la biodiversidad de la zona. La empresa construyó el embalse Amaní, que guarda aproximadamente 570 millones de metros cúbicos de este río que nace en Marulanda y recibe las aguas del río Tenerife, Moro y otros.

“Cuando tenía cinco o seis años el río era el doble de grande y era muy rico en pescado; uno tiraba una atarraya y salían 400, 500 de una. Y cuando uno pasaba tenía como un túnel hecho de guadua a lado y lado, podía navegar una hora y no veía el sol. La gente fue llegando, cortando, haciendo sus fincas y ya con la llegada de Miel 1, pues menos agua”, explica Raquel como quien va contando un cuento de memoria.

Por eso tomaron la decisión de crear el Comité Turístico La Habana, en el que 21 integrantes velan por generar conciencia en niños y turistas sobre la necesidad de cuidar el río, buscan aprender cómo hacer turismo sostenible y mejorar sus procesos para que cada persona que los visita quiera regresar. Por eso lo cuidan, por eso es que la primera vez que hicieron limpieza del río recogieron 14 toneladas de basura y ahora no pasan de 100 kilos. Por eso es que, si un turista arroja una basura, cualquier niño se tira al río para sacarla.

“El río es una fuente de vida. Todos los que vivimos acá tenemos una relación muy cercana con el agua. La cuidamos, le agradecemos y nos da el día a día”, concluye Raquel.

*Este artículo hace parte de la edición especial de Eureka número 11 financiada por el proyecto Identificación y Apropiación del Patrimonio Biocultural a través de una estrategia colaborativa para la generación de valor en el sector de la bioeconomía en la subregión del Magdalena del departamento de Caldas. Una iniciativa que se realiza con recursos del Sistema General de Regalías y en el que participa la Universidad de Caldas, Universidad de Manizales, BIOS y cinco asociaciones de base comunitaria.

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