El ejercicio de mirar: voz

Ilustración por: Flor de monte estudio

En esta compilación los relatos son, cada uno a su modo, exploraciones de territorios comunes, reales y a la vez imaginarios. Surgen como resultado del ejercicio de mirar, de hacer lecturas posibles y desplegar otros mundos dentro del mundo diverso y particular que compone el Magdalena Caldense.

A través de la narrativa se toman elementos significativos del patrimonio biocultural, cargados de historia y contenido simbólico, y se moldean para dar forma a nuevas interpretaciones y ángulos de visión que dialogan con los de las comunidades locales. Se seleccionó un bien cultural por municipio, abarcando los cuatro que hacen parte de la zona de influencia del proyecto; este sería el detonante y la fuente de inspiración para la creación literaria. De todas maneras, vale la pena hacer hincapié en que, de acuerdo con las dinámicas propias del territorio, varios de estos bienes tienen vínculos que superan las divisiones políticas y se encuentran íntimamente ligados a la vida cultural de toda la subregión.

Por: Juanita Hincapié Mejía

Abuela cruzó el alboroto de grillos y chicharras. La noche sin luna se había tragado toda la luz. Caminó por debajo del árbol de plátano, lento, un paso a la vez. —Chinche, venga pa´ca —le gritó al perro que en ese momento parecía hechizado por algo bajo la tierra, algo que no era capaz de alcanzar por más que metiera las patas delanteras y excavara con toda su fuerza.Abuela se apoyó en los muslos, bajó la mano izquierda sobando su piel, masajeándola aquí y allá, en un intento por calmar el dolor de las venas várices. Respiró profundo una, dos, tres veces. Tragó saliva y se concentró en recuperar el aire.


Ya no tenía la energía de antes, ni la capacidad de movimiento. Su cuerpo le dolía. Chinche se acercó y comenzó a frotarse contra sus piernas. Berraca vida ¿en qué momento me dio por ponerme en estas? Dijo pasito. Todavía se encontraba a medio camino del recorrido, cansada pero dispuesta a saber de dónde procedía la voz que estaba persiguiendo, agarrando fuerza para bordear el lindero de la hacienda Hamburgo.


Momentos antes, cuando la noche apenas nacía y derramaba sombras sobre las cosas, ella se encontraba frente al fogón, absorta en las burbujas de la aguapanela hirviendo. Se sirvió el líquido dulce y caliente en un pocillo blanco de peltre que todavía humeaba cuando se sentó a la mesa del comedor, allá en el cobertizo semicircular. Entonces apareció la voz. No es que no la hubiera escuchado antes. Con los años había aprendido a reconocerla. Cada vez era más nítida, se distinguía mejor, ganaba volumen. Volvía en las noches y se unía a gruñidos y bufidos, al ulular de los animales que no podía ver, pero sentía cerca, en la oscuridad del monte.

 

Luego de darse los tragos, de saciar su sed y aliviar un poco la carraspera, Abuela apoyó el pocillo en la mesa y paró oreja. Había detectado la voz que ya no le causaba temor. Da miedo lo que no se conoce. Y este tono de mujer, que bien podría ser un lamento o un canto, lo conocía bien, se había vuelto familiar a punta de escucharlo una y otra vez durante sus noches en la hacienda. Daba la impresión de venir de muy lejos y a la vez rondar a su lado, entre los matorrales, esparciéndose en el viento, rozándole el cuello. En otros tiempos Abuela solía ignorar esa compañía. Y es que sus hijos y nietos no la sentían nunca. Si se animaba a contarles sobre la voz recibía a cambio miradas de preocupación, de condescendencia. «De pronto la Abuela se nos está enfermando de los nervios», los escuchó decir alguna vez. Qué pendejada, ahora me van a tratar de loca, pensó ella y por eso jamás volvió a mencionarle nada a nadie.

 

Esa noche algo había cambiado. De repente le sobrevino la urgencia de entrar en contacto con la mujer que, era evidente, se esforzaba por decirle algo. Su voz surgía con intermitencias. A veces era un eco que rebotaba entre habitaciones, animado, incluso juguetón. A veces se alargaba, como un llanto triste, hasta finalmente apagarse.

 

Allá en los alrededores de la hacienda, mientras apoyaba todo su cuerpo en el tronco del árbol de plátano y el lomo de Chinche se sacudía entre los matorrales, la volvió a escuchar. Esta vez provenía de la hacienda, su propiedad desde que los nobles alemanes, sus patrones, murieron y los hijos se fueron para no volver.

 

Como había dejado los bombillos prendidos, la fachada se dibujaba entre las sombras y era posible detenerse en los detalles: paredes en bahareque de tabla parada, construidas con maderas del bosque de Buenavista; barandas negras y descascaradas a lo largo de los corredores; un cristo colgado junto a la puerta principal; la cubierta con altillo. Así la noche difuminara los contornos, Abuela los sabía de memoria. Los había visto desde que tenía quince años, cuando llegó a cuidar a los hijos de la condesa Gertrudys Podewell. De hecho, podría dibujar las formas con las manos, añadir grietas en los marcos de las ventanas, manchas en el guardaluz; y eso empezó a hacer, como si en lugar de puro de aire tuviera frente a ella una hoja de calco. A medida que sus manos lanzaban trazos a la nada, una realidad cobraba fuerza y nitidez. Y es que no hacía falta demasiada luz para notar eso que se anunciaba más allá de los contornos: el deterioro.

 

Al aullar el viento, la estructura de dos pisos se dejó ver en toda su fragilidad. La hacienda había resistido durante más de ochenta años y ahora parecía hundirse dentro de sí misma, de a poco, expuesta a las fuerzas naturales que amenazaban con desparramarla en el suelo, con generar un estallido violento y definitivo que terminara de volcarlo todo hacia adentro.Esa vulnerabilidad que conocía bien, pero que a la luz de esa noche parecía recién descubierta, caló en la Abuela. La sintió muy suya. Casi que podía asomarse al futuro y ver los escombros: puertas y ventanas destrozadas, vidrios rotos, trozos de bifé y de muebles esquineros y, por sobre todo eso, una enorme nube de polvo. Se le retorció el estómago. Polvo, el final siempre. Las cosas avanzan hacia el polvo. 

 

De inmediato quiso espantar ese pensamiento como quien se quita un mosco de encima. Se fijó en la palomera y del ceño fruncido pasó a una sonrisa de satisfacción: mientras eso se mantenga en pie y detenga el viento, la hacienda aguanta porque aguanta. Nada de polvo por ahora. Abuela cruzó la explanada junto a Chinche hasta entrar en la casa que momentos antes imaginó desmoronarse y más bien fue por otra aguapanela. Aun cuando sabía perfectamente bien que esa tomadera de líquido no la iba a dejar dormir.

 

Los ojos de Abuela se dejaban ir al sueño y volvían bruscamente. Iban y volvían, meciéndose, mientras ella permanecía sentada junto al fogón. Estaba agotada. Lo que faltaba, que además de la voz ahora la persiguiera una visión. Se sobó de nuevo las piernas, estirándolas, empujando fuera de sí la imagen de la hacienda caída, la voz de la mujer. Entonces el rumor del aire se coló por la rendija de la ventana y le llegó al oído una respiración. No hizo falta reunir fuerzas para levantarse. El mismo soplo, como una exhalación prolongada, la sostenía e indicaba hacia dónde debía moverse. La guiaba a través del primer piso de la hacienda.

 

Cuando entró a la habitación que le indicó el soplo, frenó en seco. Comenzó a sudar frío. Sus pupilas se dilataron. A su cara se le fue todo el color. No podía creer lo que estaba viendo. El piano de cola que en otra época entretenía a las visitas, coronaba el espacio; las teclas se presionaban una tras otra, entonando una danza alemana. Había un movimiento casi corpóreo en el fluir de la música. Flotaba en el ambiente y casi se podía tocar.

 

Vales por valor de diez centavos y monedas de bronce, emitidos por la hacienda Hamburgo y con su nombre en el anverso, estaban regados por el suelo, esos que solían darles a los jornaleros como pago por sus servicios. En un rincón, el escritorio en maderas nobles con pilas y pilas de hojas escritas, tachadas, arrugadas en bolita, como si alguien estuviera luchando por terminar un manuscrito. La primera reacción de Abuela, luego de la parálisis inicial, fue tragar saliva. La segunda fue correr, apenas salió del trance en el que estaba metida. Habrá que ver el pique que se echó, haciendo crujir la madera con toda la intensidad de su miedo. En medio del jadeo y la taquicardia, se persignó. Todavía corrió más, subiendo al segundo piso, con la agilidad de una edad que no era suya y sin mirar para atrás.

 

En el corredor, se tocó el pecho y tomó un descanso obligado mirando afuera el cultivo de mandarinas. O no propiamente mirándolo, porque en medio de la oscuridad no se veía, intuyéndolo: se lo sabía de memoria. Así como se sabía de memoria la hacienda entera y las rutinas de escritura de la señora Podewell y la canción que no paraba de tocar cuando estaba viva. Rezó un poco, por si las moscas, pidiéndole a las ánimas del purgatorio protección. La voz se mostró. Primera vez que pasaba del sonido a la materia. Se preguntó si su antigua patrona estaba intentando llevársela al otro lado, a un más allá que de repente le sonó agradable porque estaba en la misma hacienda. Incapaz de moverse, físicamente exhausta, se dejó caer despacio ahí mismo donde estaba parada. Se fundió con el suelo hasta abrazarse en posición fetal, como una niña. Antes de cerrar los ojos, se vio a sí misma adolescente mientras cepillaba el pelo y daba de comer a dos niños blanquísimos y monos. Vio a su patrona apoyándose en la baranda para gritarle algo a Gabriel, su conductor. Vio al conde ensillar un caballo y dirigirse al galope hacia el cordón montañoso que se erguía encima de la hacienda. Las imágenes desfilaban una tras otra mientras ella se hundía en el sueño.

*Este es un producto de ficción basado en talleres cocreativos del proyecto Magdalena Caldense: patrimonio biocultural con distintos actores de la comunidad. Aquí el autor recoge los sentimientos, aprendizajes y experiencias en un cuento. 

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